Durante mi
infancia, tuve la oportunidad de vivir por un tiempo con mi abuelo materno en
el campo, en una modesta pero acogedora casa de adobe. Esta pequeña morada se
erguía entre las pajas secas, entrelazadas con un barro rojizo que el paso del
tiempo había quebrado.
Los sonidos
matutinos de las gallinas y el trinar de los pájaros al atardecer eran para mí
una sinfonía encantadora. La tranquilidad reinaba majestuosa en medio de la
inmensidad de los cerros que nos rodeaban.
Cada mañana
temprano, mi abuelo me invitaba a disfrutar de un reconfortante té acompañado
de tortilla de rescoldos y palta con cebolla. Esos manjares sencillos pero
exquisitos se convirtieron en una delicia de mi estancia en el campo.
Sin embargo,
lo más preciado de aquel lugar era el silencio y la serenidad que lo envolvían.
Era un entorno ideal para la meditación y la contemplación de las maravillas de
la naturaleza: los bosques, las montañas y los pequeños animales que nos hacían
compañía.
Hoy, más que
nunca, anhelamos encontrar un espacio de calma, meditación y conexión con lo
divino. Necesitamos un tiempo y un lugar donde podamos refugiarnos bajo las
alas del Maestro, sintiendo su poderosa cobertura sobre nosotros, tanto en la
tierra como en el universo.
El ajetreo
diario, la ansiedad y la interminable lista de tareas pendientes se desvanecen
ante la perspectiva de vivir y morar en la presencia de Dios, que es la
manifestación misma de su amor en nuestras vidas.
¡Anhelo con
todo mi ser encontrar ese lugar!
Bendiciones,
Enrique,
Chile
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