lunes, 26 de febrero de 2024

La casita de adobe de mi abuelito

Durante mi infancia, tuve la oportunidad de vivir por un tiempo con mi abuelo materno en el campo, en una modesta pero acogedora casa de adobe. Esta pequeña morada se erguía entre las pajas secas, entrelazadas con un barro rojizo que el paso del tiempo había quebrado.

Los sonidos matutinos de las gallinas y el trinar de los pájaros al atardecer eran para mí una sinfonía encantadora. La tranquilidad reinaba majestuosa en medio de la inmensidad de los cerros que nos rodeaban.

Cada mañana temprano, mi abuelo me invitaba a disfrutar de un reconfortante té acompañado de tortilla de rescoldos y palta con cebolla. Esos manjares sencillos pero exquisitos se convirtieron en una delicia de mi estancia en el campo.

Sin embargo, lo más preciado de aquel lugar era el silencio y la serenidad que lo envolvían. Era un entorno ideal para la meditación y la contemplación de las maravillas de la naturaleza: los bosques, las montañas y los pequeños animales que nos hacían compañía.

Hoy, más que nunca, anhelamos encontrar un espacio de calma, meditación y conexión con lo divino. Necesitamos un tiempo y un lugar donde podamos refugiarnos bajo las alas del Maestro, sintiendo su poderosa cobertura sobre nosotros, tanto en la tierra como en el universo.

El ajetreo diario, la ansiedad y la interminable lista de tareas pendientes se desvanecen ante la perspectiva de vivir y morar en la presencia de Dios, que es la manifestación misma de su amor en nuestras vidas.

¡Anhelo con todo mi ser encontrar ese lugar!

Bendiciones, 

Enrique,

Chile


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